Estamos en 1930, en una de las calles más populosas de Tokio. A lo lejos se ve llegar a un hombre en bicicleta. El hombre se apea de ella y golpea dos bloques de madera para anunciar su llegada. Pronto empiezan a juntarse en torno a él decenas de niños.
Es lógico, el hombre es un vendedor de golosinas. Pero, además, trae consigo el kamishibai. Saca un teatrillo de madera del tamaño de un maletín, por el que comienza a deslizar unas láminas con unos dibujos de trazos gruesos y sencillos. En su reverso está escrito un cuento con diálogos vivaces, que el hombre lee. Los niños escuchan y miran boquiabiertos, gritan aterrados, o ríen a pleno pulmón.
El kamishibai nunca falla, es mágico, siempre consigue atrapar la atención de los niños y los hace atravesar esa línea que separa la fantasía de la realidad.
Éste es, pues, el origen del kamishibai. Surgió en Japón, durante la crisis económica de finales de los años 20 del siglo pasado, como una fórmula para combatir el desempleo: el hombre de la bicicleta, tras el éxito de la representación, vendía con más facilidad sus golosinas entre los felices niños.
Tras unas décadas de declive, en los últimos años el kamishibai ha resurgido, esta vez ya como una actividad puramente lúdica y pedagógica, y lo ha hecho con tanta fuerza que su magia se ha extendido desde el país del Sol Naciente a otros continentes.